En materia del manejo del fuego, Argentina tropieza una y otra vez con la misma piedra. Una y otra vez…
Más allá de la promulgación de la Ley del Manejo del Fuego a fines del 2020, la cual protege los ecosistemas de los incendios accidentales o intencionales, al tiempo que prohíbe la venta de terrenos incendiados en plazos de entre 30 y 60 años con el fin de evitar prácticas especulativas en función a emprendimientos inmobiliarios, kilómetros y kilómetros de bosques -muchos de ellos nativos- vuelven a caer bajo la inescrupulosa garra del fuego.
Son días y hasta incluso semanas en que las llamas originadas de manera intencional, accidental, o bien como consecuencia del cambio climático -sequía-, arrasan a fuerza de cientos y cientos de grados centígrados hasta tanto el incansable esfuerzo de las cuadrillas de bomberos, a veces con ayuda de las lluvias, logran ahogarlas.
Las “postales” del sur argentino, especialmente las de las provincias de Chubut y Río Negro, son tristes, desoladoras y desesperantes. Más aún para quienes viven allí y observaron como el fuego acabó no sólo con el lugar que pisan, respiran y transitan a diario, sino también con las viviendas de vecinos, emprendimientos locales, la fauna y flora autóctona, y hasta sus propios hogares.
Los incendios en el sur de la Argentina no son cosa nueva. Ya no aparecen sólo cuando el sol no da tregua, sino que también lo hacen por la mano del hombre (intencional o accidentalmente, lo mismo da para los bosques a esta altura).
Si hay leyes al respecto, entonces hacen falta más; si hay penas para quienes originan los incendios, entonces hay que endurecerlas aún más; si hay recursos económicos destinados para combatirlos, entonces hay que duplicarlos, triplicarlos, cuadruplicarlos o lo que las personas que están en el día a día consideren necesarios.
La política de Estado para con los bosques debe ser real y exceder a cualquier espacio político. Debe ser un mandato que trascienda en el tiempo.